domingo, 20 de diciembre de 2009

El asesino


El asesino

Era noche cerrada, no había luna ni estrellas. Perfecto. Avanzó rápidamente, pero sin hacer siquiera un susurro. Sus pies, se movían rápidos como flechas, casi flotando en el vacío de la oscuridad. Ya veía la casa. Era un caserón grande, con aire de granja. No iba a ser difícil, su maestro le había dicho que en la tercera ventana del segundo piso. Al llegar a la pared, depósito unas pequeñas pero potentes bolas incendiarias, eran unas discretas bolas de fuego comprimido, sellado con magia que, a una orden mágica liberarían el fuego, destrozando y quemando todo lo que estuviera demasiado cerca. Éstas tenían un alcance de unos 15 metros a la redonda. Suficientemente discreto, pero al mismo tiempo, destructivo. Sin embargo, eso no bastaría, debía matar personalmente a la víctima para asegurarse de que todo salía bien.

De un ágil salto sobrehumano se encaramó a la ventana del segundo piso, y examinó la habitación. Un hombre joven dormía sonoramente en su cama. Pelo negro, piel morena y una cicatriz en forma de cuña… Si, era él, coincidía con la descripción a la perfección.

Abrió la ventana sin hacer ningún ruido. Desenvainó su katana, sujeta a su espalda con un movimiento casi imperceptible. Hizo un pequeño corte en el cuello del hombre, que al instante, se quedó totalmente inerte. La katana, como la mayoría de sus armas, tenía un veneno que paralizaba instantáneamente por unas tres o cuatro horas. Claro que existían miles de venenos letales e igualmente rápidos, pero muchas veces la gente viva servía mas que muerta. Este no era el caso, casi al mismo tiempo que el movimiento con la katana, acuchilló con un puñal al hombre en un costado. Fue una insición poco profunda, sin embargo, su conocimiento de los puntos vitales le permitía matar sólo con un leve golpe. El hombre murió al instante.

Silenciosamente volvió a cerrar la ventana, y con un ágil salto cayó al suelo. Solo había caminado unos pocos pasos, cuando oyó un ruido a sus espaldas. En menos de medio segundo, desenvainó su katana, a la vez que se volvía, justo a tiempo para detener una espada orientada a su cuello. Sonrió, sus reflejos eran inigualables. El agresor no tenía habilidades con la espada. Probablemente era un granjero. No podía perder mas tiempo, con un movimiento rápido dejó al hombre inconsciente y se alejó a paso rápido. Cuando estaba a una distancia prudente, susurró una palabra y al instante la casa estalló en llamas.

Tenía que caminar unos 50 kilómetros para llegar a su casa, donde lo esperaba su maestro. Si corría, llegaría en menos de 2 horas.

Cuando llegó, ya se veían unos reflejos rojizos en el horizonte, que partían la noche anunciando el amanecer. Entró a la casa. Como casi siempre últimamente, estaba posado en cama, debido a una enfermedad que lo privaba de mucha energía.

-¿todo bien?- preguntó su maestro, secamente.

-sí- contestó

Luego de un silencio le dijo:

-surgió un imprevisto. Necesito que me traigas una carta-

-sí, maestro-

-no es muy lejos- dijo, y le explicó cómo llegar.

-te recibirá un hombre alto, moreno, dile que vienes de mi parte y te dará la carta; tráela inmediatamente. No la abras-.Aunque no hizo mucho énfasis, sabía que su maestro jamás le perdonaría abrir la carta, probablemente él mismo habría ido por la carta si no hubiera estado enfermo. No le fallaría.

Partió enseguida. No estaba muy lejos, llegaría en media hora. Cuando llegó, ya había amanecido completamente, y el pasto estaba cubierto por una fina capa de rocío. Tocó la puerta y, como le había dicho su maestro, salió a recibirlo un hombre, a decir verdad, de talla descomunal. Lo saludó y le dijo que venía de parte de su maestro. El hombre lo miró con desconfianza, pero finalmente le dio una carta sellada con cera.

Por la expresión del hombre, deducía que el contenido de la carta era más que secreto. Hacía mucho que ya no sentía curiosidad por ese tipo de cosas; a decir verdad, hacía mucho que lo único que sentía, era desprecio, y solo de vez en cuando. Pero esta vez, quizás por instinto, sintió una curiosidad irrefrenable. Sin pensarlo mucho, ya fuera de la vista de la casa, abrió la carta.

Estaba en clave, naturalmente, pero una clave no era un obstáculo para él. Ya traducida quedó algo así: “Entonces… si los mataste. Pobre chico…”. Cualquier persona que lo hubiera leído, no la habría entendido; pero él sí la entendió.

Así que no era huérfano. Al menos no debería haberlo sido. Su maestro había matado a sus padres. Había sido siempre una vil herramienta. No lo había acogido por lástima, sino para tener un aprendiz. Pero ¿por qué él? Probablemente se había dado cuenta al verlo de bebé, sería bueno, muy bueno. Sí, era eso, su maestro podía saber mucho de alguien con sólo mirarlo a los ojos, incluso de un bebé.

Todas las emociones reprimidas por tantos años, salieron de golpe, obligándolo a tirarse al suelo. Hacía tanto que no lloraba… Cuando era un niño, su maestro le dijo que lo había hallado huérfano, moribundo, y que lo había acogido para que no muriera en el frío del invierno. Desde ese día había creído que era lo mejor que le podía haber pasado, que si no, habría muerto. Pero ahora sabía que podría haber sido otro, que podría haber sido feliz. Todo era culpa de su maestro. En su interior, empezó a tomar forma un único sentimiento que lo cegaba por completo: el odio. Lo mataría, aunque le costara la vida.

Cuando llegó a su casa encontró, a su maestro de pié, preparando algo de comida. Se acercó.

-¿la tienes?- preguntó su maestro con una voz que pretendía ser neutral, pero en la que se denotaba un tinte de angustia.

-si, maestro- dijo, al tiempo que le entregaba el sobre.

-está abierta- dijo fríamente, con una expresión en de desprecio en el rostro. En menos de un parpadeo, apuñaló a su aprendiz en un costado. Éste cayó entre espasmos de dolor al piso. Tardaría varías horas en morir desangrado, pero en ese período, el dolor sería inimaginable.

Su maestro, indiferente a los gritos de su aprendiz, se sentó en la mesa

-Lástima, tenías talento…- dijo, casi aburrido. Y comenzó a comer. Al instante, cayó inerte al piso, mientras el moribundo aprendiz se regodeaba con su astuta venganza. Sabía que no lo notaría, había sido demasiado rápido al colocar el veneno, incluso para su maestro.



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